Correr en el vacío | Columna
Source: EL PAÍS
Author: Leila Guerriero
Montevideo. Nueve de la mañana. Ocho grados. Algo de sol. Corro junto al río de la Plata, por la rambla. No voy ni más lejos ni más rápido, pero, si hay una caligrafía para correr, hoy encuentro una caligrafía nueva impulsada por la música de Trent Reznor. En el infinitesimal estado de suspensión que se produce entre un paso y el siguiente, ese momento en que el cuerpo queda en modo de pregunta, un pasaje en el que no hay certeza acerca de que el próximo paso vaya a dar sobre el piso, una flotación en la que el cuerpo puede caer a un lado u otro de la red (¿seguirá vivo, se desvanecerá?), me inundo de un vacío salvífico. No corro. Nado, o vuelo, o navego. Y en ese hiato, en esa oquedad blanca, aparecen palabras: trinitrotolueno, carámbano, hojarasca. No les sigo el rastro, pero detrás de cada una hay algo corpulento que está en potencia, contenido y listo para expandirse. Esa constelación de nada, ese hueco, me ocupa entera, y el mundo, que se había borrado, aparece. Para ver no hay que mantenerse en vigilia sino ensoñada, no adormecida sino en trance. El mundo solo se deja ver cuando la mirada se vuelve tierna y no hostil, blanda y permeable. Lo que tanto pesaba pesa menos. Inquietud, quebranto, la ceja alzada del médico en señal de preocupación: todo se borra. El río brilla como una lámina de cobre sobre las piedras. Lo que es obvio -- nada necesita que yo exista para existir -- se transforma en evidencia. Corro sin necesidad de mí. La ira, el amor, la nostalgia de la melancolía, todo está quieto, aunque la sangre me recorre fuerte. La escritura bulle en ese hiato, ese momento de suspensión sin garantía, ese salto en el que todo puede suceder, incluso la nada. ¿Qué es un poco de sufrimiento comparado con esto? Hay una frase que leí en alguna parte: la escritura ofrece un remedio contra la inexistencia. A veces, como ahora, permite algo mejor: permite casi no existir, desaparecer completamente.